Suelo desconfiar de la gente que no subraya sus libros. Y me llevo las manos a la cabeza si pretenden mantenerlos inmaculados, criogenizados, suspensos fuera del tiempo, envueltos en una ficticia capa de pureza irrompible. Yo soy más "biblioclasta" que otra cosa. Entiéndase una destrucción literaria de carácter arqueológico: raspar poco a poco los libros para irles sacando su contenido, destacando lo que me parece más relevante, comentando aquello que se me antoja irrisorio, sospechando en público de las palabras allí escritas, y tantos otros etcéteras. Como herramientas principales el boli "BIC" y el subrayador, éste a elección del consumidor.
Aquellos que se aferran a la triste pureza albina de los amigos de papel me gritan, desesperados, que use un lápiz, ofreciéndome alocadamente el suyo como si con ello salvaran mi vida y la de tantos otros. Y bien es cierto que en ocasiones he usado a los amigos de mina negra, con trágico resultado eso sí: las finas líneas de carbón destacan más bien poco en el mar de letras que, en un momento dado, debe ser escrutado a toda velocidad entre mis dedos. Y, al fin y al cabo, ¿Voy a querer borrar esas anotaciones algún día? Lo dudo mucho, esbozaré una media sonrisa al conocer a mí Yo de hace veinte años dentro de cuarenta.
El que un libro se encuentre en este estado, que muchos tacharían de deplorable, dice mucho de su dueño. Le presenta como alguien que lee como se debe leer. El libro se convierte entonces en espejo de su mente y de su alma y queda patente que las marcas que él ha plasmado en esas páginas son semejantes a las que esas páginas han plasmado en él.
Por eso siempre defenderé un progresivo "genocidio" literario. "Atacar" a los libros para que ellos nos "ataquen" y marquen igualmente. Si no, pasarán muchas páginas llenas de letras por delante de nuestros ojos y se irán tan blancas y limpias como vacíos nosotros.
Pablo Aparicio Resco
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