Eran los primeros días de junio y aquel bar teñía el aire con una capa de humo perezoso que se recostaba y se negaba a moverse y a fluir con normalidad. No hacía mucho tiempo que Lucas había llegado, instalándose en una de las mesas más cercanas a la ventana que le permitía contemplar la fachada sur de la catedral. Había quedado con un viejo amigo, de aquellos de la infancia que el tiempo agita y pierde en un cubilete de dados para desterrar hacia los destinos más insospechados.
No hacía nada que habían corrido, saltado, luchado entre las zanjas y rebanado, a sablazos de madera, las cabezas de los cardos en un alarde de valentía infantil. No hacía nada que habían subido a la encina más grande del olivar y habían hecho ondear su bandera desde lo alto de aquel palacio de jardín. Todavía retumbaban en sus oídos las alabanzas ante una bombeta casera: botella vacía, aguarrás y papel albal había sido los ingredientes de tan mortífera receta. Y, mientras, las moscas dormían la siesta ante el cadáver de un niño desnutrido. Y mal vivía un sin techo bajo las vigas desnudas de la sombría Estación de Chamberí. Y unas manos luchaban por escapar de las cadenas de miedo y violencia que las ataban a un fregadero. Pero claro, por aquel entonces, cuando les llamaba mamá a la merienda no se preocupaban de eso. Y quizás así estaba bien.
Así se envolvía Lucas, en aquellos pensamientos diluidos en las manchas de ese cristal que bailaba al son de la música de los 40 con una catedral como telón de fondo. Y se ponía en el papel de aquellas manchas y huellas de inocentes manos. Se ponía en el papel del resultado de una acción que para nadie tenía importancia: la de apoyarse e intentar mirar a través del cristal. Muchos solo veían más manchas acostadas con una rumbita de Melendi. Otros solo la imponente catedral y se olvidaban de cualquier música. Algunos se quedaban nerviosos mirando a todo aquel que pasaba por la calle, tarareando la música y manchando más el cristal. Pero él no. Lucas no hacía ninguna de estas cosas. Lucas miraba el cristal pero veía otra cosa. Veía su interior e intentaba profundizar en el interior de los que le rodeaban, buceaba en los espíritus de las personas y las cosas, de las situaciones. Los reflejos de aquella ventana convertían su alma en la Casa de los Espejos y él se deshacía. Ya no era él, era la camarera joven. Era los cinco ancianos que jugaban al Mus en la mesa 5. Era aquél hombre lejano que se agarraba el sombrero y, cabizbajo, removía lentamente su taza de café mientras se ahogaba. Ahógate con él, se decía Lucas.
No hacía nada que habían corrido, saltado, luchado entre las zanjas y rebanado, a sablazos de madera, las cabezas de los cardos en un alarde de valentía infantil. No hacía nada que habían subido a la encina más grande del olivar y habían hecho ondear su bandera desde lo alto de aquel palacio de jardín. Todavía retumbaban en sus oídos las alabanzas ante una bombeta casera: botella vacía, aguarrás y papel albal había sido los ingredientes de tan mortífera receta. Y, mientras, las moscas dormían la siesta ante el cadáver de un niño desnutrido. Y mal vivía un sin techo bajo las vigas desnudas de la sombría Estación de Chamberí. Y unas manos luchaban por escapar de las cadenas de miedo y violencia que las ataban a un fregadero. Pero claro, por aquel entonces, cuando les llamaba mamá a la merienda no se preocupaban de eso. Y quizás así estaba bien.
Así se envolvía Lucas, en aquellos pensamientos diluidos en las manchas de ese cristal que bailaba al son de la música de los 40 con una catedral como telón de fondo. Y se ponía en el papel de aquellas manchas y huellas de inocentes manos. Se ponía en el papel del resultado de una acción que para nadie tenía importancia: la de apoyarse e intentar mirar a través del cristal. Muchos solo veían más manchas acostadas con una rumbita de Melendi. Otros solo la imponente catedral y se olvidaban de cualquier música. Algunos se quedaban nerviosos mirando a todo aquel que pasaba por la calle, tarareando la música y manchando más el cristal. Pero él no. Lucas no hacía ninguna de estas cosas. Lucas miraba el cristal pero veía otra cosa. Veía su interior e intentaba profundizar en el interior de los que le rodeaban, buceaba en los espíritus de las personas y las cosas, de las situaciones. Los reflejos de aquella ventana convertían su alma en la Casa de los Espejos y él se deshacía. Ya no era él, era la camarera joven. Era los cinco ancianos que jugaban al Mus en la mesa 5. Era aquél hombre lejano que se agarraba el sombrero y, cabizbajo, removía lentamente su taza de café mientras se ahogaba. Ahógate con él, se decía Lucas.
X cierto leyendo tu blog se menciona al gran jesus ruyman, un gran actor!!, suerte!!.
ResponderEliminarvitalistayoptimista